Anoche vi The Social Dilemma, el documental de Netflix sobre el peligro que significan las redes sociales para nuestras sociedades y cuyo efectos negativos van desde la depresión de los adolescentes y la proliferación de fake news hasta la polarización política y el surgimiento de gobiernos populistas.
La película, estructurada alrededor de los testimonios de media docena de “arrepentidos” –ex ejecutivos de empresas de tecnología que vieron la luz y ahora hacen campaña en contra–, pinta un panorama de algoritmos omnipotentes que controlan nuestras acciones, saben todo sobre nosotros y nos condenan a vidas miserables.
La película no me gustó. Como sigo bastante de cerca la literatura anti-redes sociales, aprendí pocas cosas nuevas (aunque sí me pareció buena la descripción sobre cómo funcionan los algoritmos). Creo que exagera el poder de las redes sociales, le atribuye males contemporáneos que exceden por mucho lo que hagan Facebook o las otras redes (el principal villano de la película es Facebook) y, lo peor, cae en las mismas simplificaciones y sesgos que la propia película cree denunciar.
Algunos comentarios rápidos, especialmente sobre la relación entre redes, democracia y conversación pública (la parte sobre que somos “adictos” a nuestros teléfonos me interesó menos y puede tener algo de cierto, aunque no me termino de creer las causas):
1.
Un segmento importante de la película está dedicado a cómo las redes sociales (otra vez, sobre todo Facebook) favorecen la difusión de teorías conspirativas sin sustento científico. No tengo manera de saber si esto es cierto o falso, pero lo que sí sé es que cuando la película se da manija con sus propias hipótesis entra en un terreno muy resbaladizo casi idéntico al que denuncia. Uno de los entrevistados dice en un momento que la democracia está implosionando en países como España, Italia, Gran Bretaña, Brasil y muchos otros. “¿Y qué tienen en común todos estos países?”, se pregunta, cuando a esta altura sabemos que la respuesta es: redes sociales. Este truco de confundir arteramente correlación con causalidad es uno de los favoritos de las teorías conspirativas: juntar dos hechos en el tiempo y el espacio y suponer una causalidad.
Tristan Harris, el ex ejecutivo de Google que es el principal denunciador de la película, y su hilo conductor, suelta al final el que debe ser el argumento conspiranoico por antonomasia, porque es imposible de falsar: “¿Cómo te vas a despertar de la Matrix si no sabés que estás en la Matrix?”
En sus peores momentos, The Social Dilemma bordea el terreno estilístico y argumentativo de las grandes teorías conspirativas: estamos en las garras de un villano oscuro y omnipotente imposible de conocer, imposible de controlar y dedicado a hacer el mal.
2.
Lo mismo pasa cuando la película se queja de que los medios son cada vez más partidarios y que demócratas y republicanos ya no tienen plataformas dónde conversar, porque los medios y las redes sociales los tienen aislados en sus propias cámaras de eco. Este efecto para mí existe pero también está exagerado. Ojalá los kirchneristas que me putean día por medio en Twitter (la única red que uso con frecuencia) no vieran mis tuits. Pero los ven, y reaccionan en consecuencia.
Lo que quiero decir en este punto es que la película otra vez comete el pecado que denuncia. El documental no es en absoluto equilibrado sobre el tratamiento de su tema. Hay santos y demonios, jóvenes víctimas y opacos victimarios sin cara. La caricatura mayor es el algoritmo que personifica Vincent Kortheiser. La película no incluye ningún testimonio que ayude a entender otra posición y los segmentos de ficción –alrededor de una familia que sufre los efectos de las redes sociales en sus miembros– sólo consolidan este mensaje.
Es una película de activismo político, que se queja de la emocionalidad y de la apelación al miedo, pero cuyas armas son precisamente la emocionalidad y la apelación al miedo. Hay momentos donde la edición rápida, el uso de imágenes sin contexto (sobre todo de violencia callejera) y los clips cortos de frases de la televisión sólo sirven para hacer enojar o excitar al espectador. No hay ningún intento de educación o de hacer un retrato balanceado del tema. Esto no sería grave (la era de la pretensión de objetividad parece haber quedado atrás) si no fuera porque es exactamente algo que la propia película está denunciando. Un entrevistado se queja de que Facebook es malvada porque “sabe apretar tus botones emocionales”. La película hace lo mismo.
3.
Algo que podría haber mencionado la película, al menos para equilibrar un poco, es la centralidad que tuvieron las redes sociales en las marchas de estas semanas contra Aleksander Lukashenko, el autócrata bielorruso. En un país con fraude electoral, medios controlados por el gobierno y persecución a opositores, cientos de miles de opositores encontraron en las redes sociales (principalmente Facebook y Whatsapp) una manera de organizarse sin liderazgos claros. Estas marchas habrían sido imposibles sin esas redes que supuestamente están diseñadas para lo contrario.
Quizás lo de Bielorrusia es demasiado reciente y no llegaron a tiempo para incluirlo. Pero tampoco están incluidos los manifestantes pro-democracia de Hong Kong y los de decenas de países que en la última década salieron a las calles sin mayor organización que sus contactos en las redes sociales.
Es indispensable incluir este tipo de movimientos en cualquier análisis de la relación de las redes sociales con la salud de la democracia. Las propias marchas de Black Lives Matters, este año, fueron organizadas en cada ciudad a través de las redes (fueron más de 500) y, más cerca de casa, las marchas por Ni Una Menos también entran en este nuevo patrón horizontal de manifestantes unidos por una causa que se convocan a sí mismos para salir a la calle e intentar influir en la política. Los banderazos ciudadanos de este año en Argentina, por más que el gobierno se los quiera atribuir a la oposición (que, en el mejor de los casos, acompaña desde atrás y sus dirigentes, si se suman, se suman como manifestantes de a pie, no como líderes), también fueron coordinados e impulsados invertebradamente, sin un control claro.
4.
Esta diferencia entre verticalidad y horizontalidad, como la llama Martin Gurri en su extraordinario The Revolt of the Public, es la gran tensión del mundo en el que vivimos: el público logró voltear los tótems de las élites pero todavía no logramos reemplazarlos por un nuevo orden. Vivimos en una transición desordenada, en la cual los viejos intermediarios de la información luchan por proteger su lugar de mediadores (los medios, los políticos, los expertos en general) y el público reniega de esa mediación y sólo acepta ser representado por sí mismo.
En este sentido, The Social Dilemma tiene por momentos un espíritu nostálgico, específicamente sobre la Internet original, a la que una entrevistada llama “un lugar lleno de juegos y experimentación”. Pero en general parece extrañar un mundo más ordenado donde los canales de noticias podían, desde su púlpito, decirte qué era verdad y qué era mentira. No tengo opinión formada sobre cuál modelo es mejor. Creo en el periodismo y en las reglas profesionales del periodismo para limitar excesos partidarios o ideológicos (chequear fuentes, no torturar los datos, no abusar del off the record), pero reconozco que las voces del público le han dado vitalidad a la conversación de masas, con frecuencia en mejores condiciones de las que ofrecen los medios. Un ejemplo reciente es el análisis de datos de la pandemia de coronavirus, donde unos pocos tuiteros no especialistas (@fedetiberti, @plenque, @pipstoch y otros) encontraron maneras más profundas y precisas de encontrar significado en los datos oficiales.
Tomado así, a mí este panorama me parece más fascinante e intrigante que peligroso o apocalíptico. Es cierto que las redes pueden ser agresivas (sobre todo Twitter) y es cierto que circula información dudosa. Pero también creo que el pánico por las fake news ha estado exagerado y que en buena parte responde a un intento por volver a un orden anterior al que es imposible volver. Aquel orden en el cual unos pocos profesionales elegían los contenidos y los enfoques para diseminar sobre una audiencia pasiva que los respetaba y jamás dudaba de ellos, no va a volver más. Y no estoy seguro de que sea algo malo.
5.
Cuando, cerca del final, llega el momento de las recomendaciones y las propuestas, la película se queda increíblemente corta. Los mismos que decían que estábamos en las fauces de la ballena nos piden que apaguemos las notificaciones (algo que ya hice hace varios meses) y no sigamos las recomendaciones de YouTube. El único que insiste con que hay cambiar todo el sistema es Harris, el verdadero profeta de la película. Pero sus balbuceos sobre una tecnología más humana se quedan en abstracciones y pocas ideas concretas.
Lo que Harris y la película no terminan de ver claro es que las redes son menos poderosas de lo que ellos creen, que las redes también hacen un esfuerzo gigante por seguir los deseos del público y no siempre logran cumplirlo. Facebook está perdiendo usuarios en sus mercados más maduros y rentables, como Estados Unidos, Francia y Alemania. Google nunca pudo, a pesar de sus arduos y costosos intentos, tener su propia red social. Tumblr era hasta hace poco el futuro de las redes sociales. Hoy casi no existe. TikTok agarró a todas estas empresas a contrapierna, surgió de la nada y les robó a sus futuros usuarios. Con Whatsapp pasó algo parecido: ninguno de estos genios del mal había visto que se podían mejorar los mensajes SMS. Hay decenas de casos así.
No tengo mucho más para decir. El escepticismo contra las redes sociales se ha convertido en su propia industria, con sus propias estrellas que participan lucrativamente en el circuito de conferencias o escriben best-sellers apocalípticos, como Jaron Lanier, el gran personaje de la panza y los dreadlocks, que también aparece en The Social Dilemma y termina cayendo en el lugar común de “dejá de mirar la pantalla, mirá qué lindo día hace afuera”, como me decía mi madre en 1984 cuando me veía pasar horas frente a El auto fantástico, BJ o Viajeros. En el fondo no son tan distintos Lenier y mi madre.