El jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, publicó hace unos días una columna en Anfibia que me dejó perplejo, por el diagnóstico sesgado y maniqueo de la actual dinámica política; porque al final hace exactamente lo mismo que había denunciado en los párrafos anteriores; y porque en un momento dejé de distinguir si estaba hablando de la oposición o haciendo un autorretrato de su espacio político.
El objetivo principal del artículo es criticar los discursos de odio, especialmente a través de las redes sociales, y advertir sobre los peligros de este tipo de conversaciones para la democracia. Como escribí hace poco, para mí están exagerados los supuestos peligros sociales de la conversación pública de masas, pero admito que lo que dice Cafiero está alineado con la literatura sobre el tema. Tan alineado está que el artículo sería inocuo si no viniera de alguien con la capacidad y la responsabilidad de modificar ese diagnóstico.
No es la primera vez que Cafiero escribe sobre el odio. Ya le había dedicado una parte importante de visita a la Cámara de Diputados, en julio, en la que dijo la palabra “odio” 28 veces, según consignaron los cronistas. Y lo había mencionado en entrevistas posteriores, casi siempre en el contexto de duras críticas a la oposición. En el mapa mental del ministro, la situación actual es más o menos así: hay un Gobierno Nacional que ofrece diálogo y consensos, en esta situación difícil que estamos pasando, pero es la oposición, con su infantería de trolls y fake news, la que elige el discurso de odio y pone en riesgo la democracia por su hambre de ganar votos. Hace poco me burlé en Twitter de esta actitud contradictoria –la de pedir amor a las piñas– diciendo: “Basta de odio. Hay que hacer mierda a los odiadores”.
El artículo no menciona a la oposición, pero su penúltimo párrafo tiene el indudable aroma de la acusación pasiva-agresiva habitual en la política argentina:
¿A qué proyecto favorece una política que incorpora para sí la lógica de los trolls y las fake news? ¿A qué intereses sirve el deterioro de la calidad del debate democrático y su capacidad de alcanzar consensos sin homogeneidades? Definitivamente, a aquellos que aspiran a alejar de los asuntos comunes al control y la participación popular y ciudadana.
Decilo, Santiago. Nos ayudaría a desbloquear una situación que se ha vuelto imposible, porque nosotros en Juntos por el Cambio decimos lo mismo, pero con los protagonistas cambiados: que somos nosotros los que proponemos diálogo y es el Gobierno el que no sólo lo rechaza sino que además agrede constantemente a nuestros dirigentes, se burla de nuestros votantes, manotea los fondos de uno de nuestros distritos y miente sobre la gestión del gobierno de Cambiemos.
Si las dos coaliciones creen que son las abanderadas del diálogo y que la otra quiere llevarse puestas las instituciones, estamos en un problema. Porque no puede ser verdad: no podemos tener razón las dos. Acá podría venir un coreadelcentrista a decir: “Ninguna de las dos tiene razón, nuestro problema es la grieta y la incapacidad de las dos grandes coaliciones para dialogar”. Y uno podría darle la razón, pero no en este contexto: honestamente creo que los gestos dialoguistas de Alberto y Cafiero son sólo eso, gestos, y que cada reclamo de civilidad es seguido de un ataque innecesario o un cambio en reglas de juego pactadas. Los días pares ensalzan el diálogo, los impares nos dicen golpistas. Y sinceramente creo que Juntos por el Cambio es una coalición acostumbrada a la oposición o a gobernar en minoría y que ha aprendido, por las buenas o por las malas, que la alternancia y la negociación, así como la crítica y el conflicto, son partes complementarias e inevitables de la vida democrática. Los que están incómodos en el traje de las instituciones son ellos, no nosotros.
Este truco del oficialismo me hace acordar a los anteriores gobiernos kirchneristas, que nunca lograban encontrar una oposición razonable. Para ellos, la oposición siempre estaba en el límite de la democracia, asociada con los medios y otras corporaciones para generar climas destituyentes. Sus reclamos nunca eran genuinos o parte del fair play de la política. Eran ridículos, clasistas o golpistas. Y ahora empieza a pasar lo mismo: mientras Fernández y Cafiero hablan de diálogo, alientan, permiten y participan de la demonización de opositores y la tensión de las reglas de juego. Otra vez empieza a sonar la palabra “destituyente”, tan peligrosa, tan enrarecedora del clima democrático.
Por todo esto leo el artículo de Cafiero y siento que, a pesar de que simula hablar de la oposición, está hablando, sin darse cuenta, de sí mismo. O que, en una operación psicológica aun más interesante, está hablando del kirchnerismo, cuya creciente influencia ha perjudicado la imagen de su Gobierno. Cuando dice, por ejemplo: “Si la política, los discursos y los individuos que se abocan a la acción política no reniegan de la descalificación y el agravio… la esfera pública seguirá degradándose”. Coincido 100%, pero, ¿de quién habla? ¿De Mauricio o de Cristina? ¿De Patricia Bullrich o de Aníbal Fernández? El artículo, que va siempre para adelante, sin hacerse preguntas incómodas, cree que habla de los primeros. Me divierte más pensar que habla de los segundos, y no tendría que tocarle ni una coma.
Otra frase: “El lenguaje violento es enmascarado como reacción al presentar a un otro como adversario o un enemigo, un ser de otra especie, una anormalidad, una inmoralidad enfermante, manipuladora o dictatorial”. La misma duda: ¿de quién habla? ¿Qué movimiento político triunfó en estas décadas diciendo orgullosamente que representaba a la Nación entera y que los otros, enfermos e inmorales, manipuladores, dictatoriales, no están incluidos en su definición de pueblo? Hay solamente una respuesta a esa pregunta.
Cuando, un poco más adelante, escribe que una característica de los discursos de odio es “menospreciar la preocupación por la verdad y su relación con hechos fundados” y lo atribuye a “figuras que fueron importantes”, ¿es posible creer que el autor no está pensando, al menos al pasar, en Cristina Kirchner, la intervención del INDEC y su manipulación crónica de estadísticas públicas? Si la respuesta es sí, entonces se miente a sí mismo. Si la respuesta es no, entonces la única explicación es el cinismo, al que el propio artículo le dedica un pasaje psicológicamente fascinante.
Después de una sesgada enumeración de discursos opositores que no le gustan –como el ya clásico, pastoral y falso “escindir el destino individual del destino de la comunidad”–, Cafiero cita al filósofo alemán Peter Sloterdijk, al que le hace decir sobre otros, distraído de su propio ombligo:
“La conciencia cínica es plenamente consciente de su propia falsedad, pero no hace nada al respecto, continúa operando detrás de una máscara como si no fuera consciente de esta falsedad”.
Ahí va entonces Cafiero con su máscara, inconsciente de su falsedad, inconsciente de sus actos y de los de su coalición de gobierno, obsesionado por ver en el ojo ajeno la viga que no ve en el propio. ¿Es el Jefe de Gabinete un cínico? Elijo creer que no, sin estar convencido. Pero los que denuncian “trolls” o “fake news” normalmente caen en tres categorías: cínicos, chantas o ignorantes de cómo funciona la conversación pública de masas. El autor cierra con este párrafo:
“Cuanto más hostil y vaciada sea la esfera pública, menos posibilidades de poder común tendremos. Así, ganan quienes ya poseen poder y no necesitan de la política ni de la democracia, a las que tanto desprecian”.
Tiendo a coincidir con la primera frase, aun sin entender qué quiere decir “poder común”. Pero la segunda, ¿no desmiente a la primera? Si tus rivales “desprecian la democracia”, ¿no estás en ese mismo momento siendo hostil y “vaciando la esfera pública”? A mí me parece que sí, y confirma una sensación de estos meses: el oficialismo le reclama a la oposición algo en lo que el propio oficialismo no cree. O que no está dispuesto a ofrecer. Que otros juzguen si son cínicos, chantas o ignorantes.